November 2017 – El Cuaderno
El pintor irlandés Francis Bacon será el protagonista de la exposición que acogerá el Centro Internacional Niemeyer de Avilés desde hoy hasta el domingo 8 de abril de 2018 gracias a los fondos de The Francis Bacon Collection of the Drawings Donated to Cristiano Lovatelli Ravarino. La exposición recoge las setenta y tres obras pertenecientes a esta colección, quince de ellas nunca antes vistas en España. Dibujos a lápiz, pastel y collage, fechados y firmados por el pintor entre 1977 y 1992, conforman “la exposición más completa realizada hasta el momento de los dibujos del autor irlandés”, en palabras de Cristiano Lovatelli, propietario de la colección y amigo íntimo de Bacon. La muestra se ha expuesto la pasada primavera en el Círculo de Bellas Artes de Madrid
Por otro lado, la reciente exposición de Francis Bacon (Dublín, 1909 – Madrid, 1992) en el Guggenheim de Bilbao Francis Bacon: de Picasso a Velázquez ha mostrado una selección de cincuenta pinturas junto a una treintena de obras de distintos maestros clásicos y modernos que influyeron en su carrera. La exposición, que incluye muchos trabajos de Bacon que apenas se han exhibido en público previamente, ha profundizado en la impronta que las culturas francesa y española dejaron en la producción de este artista británico nacido en Irlanda, ferviente francófilo y gran conocedor del arte de grandes maestros españoles, como Velázquez.
Recuperamos el artículo publicado el pasado verano en el que Duncan Wheeler, especialista en la evolución del artista irlandés , traza para El Cuaderno una retrospectiva que ahonda en esa relación de la obra de Bacon con los clásicos españoles.
Francis Bacon en perspectiva
por Duncan Wheeler / Universidad de Leeds, Inglaterra.
En un texto publicado en 1996, Michael Peppiatt, biógrafo y amigo de Francis Bacon (1909-1992), señala un tema pendiente en los estudios sobre el artista: «Picasso’s hold over Bacon’s imagination when he was young has never been analysed in sufficient depth, even though it provides the single most important key to understanding both his origins and his coming of age as a painter»[1]. En efecto, la ausencia de trabajos sobre este aspecto de la obra de Bacon fue a un mismo tiempo síntoma y causa de la incapacidad por parte de la crítica de situar de manera satisfactoria a uno de los mayores representantes de la pintura británica del siglo xx dentro de un panorama europeo, y menos aún en relación con la pintura española; a pesar de que en la exposición temporal The Artist’s Eye de 1985, dedicada a Bacon (cabe recordar que en estas exposiciones la National Gallery pide a los artistas que elijan sus obras favoritas de la colección permanente), figuraran dos obras de Velázquez (Retrato de Felipe IV y La Venus del espejo) y una de Goya (Don Andrés del Peral).
Francis Bacon: de Picasso a Velázquez ocupó las nueve salas de la segunda planta del Museo Guggenheim con cincuenta pinturas de Bacon junto a una treintena de obras que supuestamente influyeron en el artista. Su último trabajo, Study of a bull, perteneciente a una colección privada de Londres, se presentó por primera vez al público y la inclusión de cuadros poco o nunca vistos de uno de los pesos pesados del arte moderno basta para convertir la exposición en todo un acontecimiento. No obstante, la idea de destacar las influencias del arte francés y español en su dilatada trayectoria es menos necesaria y novedosa hoy en día de lo que hubiera sido a principios de siglo, cuando todavía no se habían inaugurado exposiciones como Francis Bacon and the Tradition of Art en Viena (2003-2004) o, en menor medida, la retrospectiva que, en colaboración con el Museo del Prado y el Museo Metropolitano de Nueva York, realizó hace siete años la Tate Britain (2008-2009).
A un precio mucho más económico que la inversión de más de mil euros que supondría comprar los cinco exhaustivos tomos dedicados a la vida y obra de Bacon publicados recientemente por Martin Harrison (comisario oficial de la exposición del Guggenheim), el catálogo resulta atractivo visualmente y contiene textos (en castellano y en vasco) firmados por algunos de los especialistas en la obra del pintor británico, aunque los mismos resultan quizás demasiado breves y no aportan grandes novedades para el lector curtido en la materia [2]. En ellos, a través de algunas muy citadas declaraciones de Bacon, conocemos su opinión sobre la obra de Picasso: cómo, por ejemplo, un encuentro casual con más de cien cuadros del pintor español en Francia en el verano de 1927 —en una exposición a cargo del marchante Paul Rosenberg— supuso una suerte de «epifanía» para el entonces joven diseñador de muebles. Una admiración que posiblemente fuese mutua: cuando Picasso recibió el catálogo de la primera gran retrospectiva de Bacon de 1962, pidió a Richard Penrose que le comunicara al ya no tan bisoño pintor británico que le gustaban las ideas y la técnica de sus cuadros [3]. En este sentido, debo admitir que, como visitante de la muestra, me hubiese gustado que se incluyeran también opiniones de expertos en Picasso sobre la relación entre ambos artistas, incluso (por qué no) saber si la influencia del uno en el otro se dio también en sentido inverso.
Con respecto a la idea de colocar las obras de Bacon junto a las de otros artistas, debemos recordar que la exposición The Artist’s Eye de 1985 estuvo a punto de ser cancelada porque el pintor no permitía que se mezclaran cuadros suyos con las piezas de la colección permanente que él mismo había elegido, un problema que la National Gallery no había tenido con ninguno de los participantes anteriores. En este sentido resulta paradójico que el discurso de un artista que se negó a firmar el prólogo del catálogo de The Artist’s Eye porque le resultaba imposible transmitir con palabras lo que hacía con sus pinceles («I have often tried to talk about painting but writing or talking about it is only an approximation as painting is its own language and it is not translatable into words» [4]) ejerciera tanta influencia en los trabajos académicos sobre su obra. Como dice Ernst van Alphen: «one of the major problems in Bacon scholarship, is the authority granted his own voice in the numerous interviews with him»[5].
Más allá de lo que el propio Bacon pudiese pensar al respecto, la yuxtaposición de piezas del artista con otras ajenas constituye un recurso en cierta medida análogo a los montajes cinematográficos de su admirado Eisenstein o, incluso, a la técnica de collage que empleaba en su propia obra; es decir, poner en relación materiales dispares para crear realidades nuevas. Una combinación que, en el caso de las exposiciones, sin duda permite observar la obra (y vida) del pintor desde nuevas perspectivas. Sin embargo, para que este recurso tenga sentido hace falta establecer y estimular combinaciones que huyan de lo obvio o de lo arbitrario y, de esta manera, cambien nuestra manera de percibir el trabajo del artista. Como en la preparación de un buen cóctel, se trata de un saber que no está al alcance de cualquiera. En este sentido, la visita que realicé al Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander y Cantabria unos días antes de mí llegada al Guggenheim constituyó una suerte de aviso previo con respecto a lo que vería después. En el museo santanderino, encontré el retrato de Fernando VII de Goya colgado al lado de aquella portada de un disco de los Sex Pistols que muestra una caricatura de la reina Isabel II de Inglaterra. Ser iconoclasta no es una condición necesaria para ser un buen artista. Bacon lo sabía. Sus antecedentes (muy rara vez habló bien de sus contemporáneos) no son ni obstáculos ni tótems sino compañeros de viaje en la búsqueda de una comunicación más visceral y directa.
Tal y como afirma Wieland Schmied: «Bacon’s fascination with Velázquez’s portrait of Innocent X must surely be without parallel in the history of art: as an instance of obsession with a specific picture by another major artist, it surpasses even Van Gogh’s preoccupation with Delacroix or Picasso’s variations on Grünewald» [6]. En la exposición del Guggenheim se podía ver Study after Velázquez y Pope 1, dos de las muchas reinterpretaciones que Bacon realizó del cuadro del pintor español. Como productos de una era posfotográfica, en ellas Bacon quería dejar atrás el mero «reportaje», sin caer en lo que consideraba la aberrante trampa del expresionismo. Eché de menos, sin embargo, el cuadro original de Velázquez; aunque es verdad que Bacon tampoco lo vio (trabajó, como en tantas otras ocasiones, con reproducciones fotográficas baratas, uno de los mejores regalos que le hizo el siglo xx). En su lugar, se han colocado otros conocidos retratos del Siglo de Oro, la mayoría procedentes de las colecciones permanentes del Museo de Bellas Artes de Bilbao y del Prado, además de otra reinterpretación de la obra de Velázquez del francés Amédée Ternante-Lemaire.
En los casos mencionados, el vínculo entre las obras de Bacon y las de otros artistas resulta evidente. Sin embargo, otros recursos de la muestra me parecieron contradictorios. Por ejemplo, las paredes en las que hay cuadros de Bacon se han pintado con un color especial para guiar al público, a pesar de que el estilo inconfundible del artista hace del todo innecesario un procedimiento de este tipo. Por el contrario, no siempre se comprenden las relaciones que se proponen con las obras de otros artistas. Tampoco resulta claro si esto es consecuencia de un fallo en la manera de comunicar dicha relación o, simplemente, como en el ejemplo del museo santanderino, de una falta de coherencia. Así, en una exposición que se proponía destacar las influencias del arte francés y español en la obra de Bacon la inclusión de retratos de Vincent Van Gogh o James Abbott McNeill Whistler, por muy buenos que sean, no parece muy justificada.
A pesar de estos fallos temáticos, la exposición cuenta con una nutrida selección de obras del pintor, gracias a la colaboración con la Fundación Francis Bacon , que ha facilitado la inclusión de cuadros emblemáticos junto con otros menos canónicos. No es este el único acierto. Cuando David Sylvester preguntó a Bacon en una entrevista si prefería que sus obras estuviesen en colecciones privadas o públicas, la respuesta del pintor fue la siguiente: «I really don’t mind. What I do like is space, and it depends on the space of the private home, really, or the space of the museum. I think that my paintings work better with a lot of space around them» [7]. Si es ya un verdadero lugar común quejarse de que el Guggenheim, como no pocos de los restaurantes de estrella Michelin que se encuentran en los alrededores del museo, se interesa más por el espacio que por el contenido, fuerza es reconocer que se trata de uno de los pocos museos capaces de alojar de manera permanente una escultura de las dimensiones de The matter of time de Richard Serra y a la vez cumplir con las preferencias estéticas de Bacon.
Debo reconocer también que gracias a esta exposición tuve ocasión de matizar algunos preconceptos sobre la obra del artista: no recuerdo haber visto un retrato de una mujer desnuda antes del cuadro Seated woman que forma parte de la muestra (Bacon, como sabemos, siempre estuvo más interesado en el cuerpo masculino que en el femenino, tanto en el arte como en la vida). Aun cuando la decoración de su estudio en Kensington (existe ya una reproducción del mismo en Dublín) constituye en sí un montaje artístico, además de un instrumento de automitificación, la obsesión de Bacon por las imágenes de cualquier actividad que, desde el coito hasta la lucha libre, supusiera un encuentro entre dos cuerpos va más allá de un mero capricho decorativo. Las fotografías que se encuentran en el estudio de Bacon en Kensington también ofrecen buena muestra de la obsesión del pintor por estudiar cómo se mueven y cómo sufren los animales. Imágenes de perros, babuinos, pollos, rinocerontes y chimpancés pueblan sus obras y, por lo tanto, resulta lógica la inclusión en el Guggenheim de una pieza como Un pavo muerto de Goya, antecedente de su obra Chicken.
Un pavo muerto, Francisco de Goya.
Se trata de obsesiones que quizás convenga relacionar con la incestuosa atracción sexual que el pintor dublinés decía sentir hacia su padre, un tiránico y violento militar, que había formado parte del ejército británico durante la sangrienta Guerra de la Independencia irlandesa, y que, además, se había dedicado a la cría de caballos de carrera. En su trabajo sobre Bacon, Deleuze entiende la carne como la zona de indescirnibilidad entre el hombre y la bestia, el hecho común entre el primero y el segundo [8]. Siguiendo la misma línea, Martin Harrison analiza del siguiente modo Study for a bull, pieza central, como ya dijimos, de la muestra: «The bull is monumental, magisterial, standing motionless and implacable at the top of the picture-field. It is not a Minotaur, as in Picasso’s iconography of the 1930s, but rather a metaphorical bull-man, the noble but threatened beast with which Bacon is identifying» [9]. En relación con el cuadro, la exposición del Guggenheim incluye otra pieza de Goya, la serie Tauromaquia; serie que el Museo de Bellas Artes de Bilbao había prestado previamente a la muestra de Viena antes mencionada. Me pareció sorprendente, no obstante, que, dado el lugar preeminente que ocupaba este cuadro dentro de la exposición, no se buscaran más conexiones gráficas o pictóricas con esta parte de la producción de Bacon.
En este sentido, la tauromaquia incidió no solo en la temática de algunas de las obras de Bacon, sino también en las inquietudes formales del artista. Así, como bien ha explicado Deleuze, el ruedo es el espacio predilecto del artista [10]. Un buen ejemplo de esto se puede apreciar en otra pieza de la exposición: Landscape near Marabata, Tangier, un cuadro de 1963 que no guarda relación alguna con los toros (las personas interesadas en este tema deberían acercarse también al Museo Reina Sofía para ver Triptych, 1974-1977; obra con un espacio que permite ser interpretado ya como playa, ya como ruedo). En la exposición se menciona, asimismo, la influencia del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías de Federico García Lorca, poema que se coloca al lado de los cuadros Triptych, 1987, una obra atípica dentro de la producción de Bacon por prestar más atención al hombre que a la bestia. En efecto, lo que en esta pieza, quizás la más famosa obra taurina de Bacon, da protagonismo al torero es lo mismo que le quita la vida: la cornada. La herida abierta recuerda a las obras del primer período del pintor, período en el que se aprecia claramente la influencia de Picasso y en el que la animalización del cuerpo humano adopta formas como el empleo de feroces y lascivas bocas. En este sentido, cabe destacar que el interés de Bacon por la pintura de Picasso y por obras como el Guernica no se debía en absoluto al mensaje político (a pesar del terror, y la atracción, que sintió por el fascismo y de la absoluta «paranoia» que, hacia el final de su vida, experimentó contra el comunismo ruso, Bacon fue totalmente apolítico), sino a la abrumadora fuerza de las imágenes.
Al igual que con la obra de Velázquez, había una mezcla de humildad y arrogancia en la manera de acercarse con su pintura al mundo de los toros. Bacon era plenamente consciente de las intensas emociones que las corridas eran capaces de suscitar en los espectadores y, en este sentido, consideraba sus pinturas meras copias descafeinadas. Una anécdota ofrece buena muestra del carácter exigente del artista con respecto a la pintura de temática taurina. En 1978, durante unas obras que se realizaron en el estudio de Bacon, un albañil robó un cuadro de una corrida de toros de gran formato. El artista llamó a la policía y logró recuperar el cuadro, solo para hacerlo añicos y tirarlo a la basura poco tiempo después. Esta exigencia a la hora de acercarse al mundo de los toros, sin embargo, no impidió que el artista siguiera explorando dicha temática en sus piezas. Muy por el contrario, Bacon creía (con fe casi religiosa) que su talento algún día le permitiría trasladar a sus cuadros lo que sentía en las plazas.
Con respecto a este último punto, convendría, no obstante, hacer una pequeña precisión: la tendencia del artista a destruir sus obras no respondía únicamente a un problema de autoexigencia. El pintor solía ufanarse de ser un autodidacta y de no realizar dibujos preparativos para sus obras (aunque cada vez más se cuestiona la veracidad detrás de esta última afirmación), pero lo cierto es que la falta de una formación tradicional le jugaba malas pasadas cuando la inspiración lo abandonaba. Rompió, por esta razón, muchos de sus cuadros, y es verdad que algunas de las obras que aún se conservan tampoco están a la altura de la reputación de alguien considerado como el mejor artista británico después de Turner. A pesar de ello, como ya hemos dicho, su fe en el instinto artístico y el estar abierto a las experiencias más extremas explican por qué Bacon no dio muchas señales de lo que el teórico literario Harold Bloom ha dado en llamar «anxiety of influence». Según las palabras de Norman Bryson: «He seems never to feel that to exist as an artist within a long tradition is a burden, that the tradition is already so replete that it has become crushing or oppressive». [11] Quizás por ello nos resulta extraña la apreciación acerca de la relación con la figura de Picasso que aparece en un escrito del catálogo a cargo Manuela B. Mena Marqués. En dicho estudio se comparan las dos retrospectivas que el emblemático Grand Palais de Paris dedicó a Picasso y a Bacon, en 1967 y 1971, respectivamente. En efecto, el cartel de esta última exposición suscita la siguiente reflexión de la estudiosa: «Es difícil entender por qué Bacon, o los organizadores, eligieron como cartel de esa decisiva exposición un cuadro singularmente español, Study for Bullfight No. 1. ¿Tal vez para marcar las diferencias con Picasso?»[12]. No creo que Bacon sintiera nunca la necesidad de «marcar las diferencias» con su maestro. Por otra parte, dejando de lado la importancia de los festejos taurinos en la vida y arte del artista malagueño (siempre me pregunto si un pintor no familiarizado con el tercio de varas hubiera sido capaz de dar vida a los caballos del Guernica), no está claro que los toros sean algo «singularmente español», y mucho menos en relación con la trayectoria de Bacon.
Aunque se ha especulado sobre un posible primer contacto con el mundo de las corridas en Madrid, durante la fugaz visita que realizó a la capital española de camino a Tánger en 1956, la afición del artista por los toros se iniciaría en la década de los años sesenta, cuando comience a frecuentar las plazas del sur de Francia y España gracias, en gran medida, a su amistad con el escritor francés, Michel Leiris, autor de Miroir de la tauromachie. No parece casual el hecho de que Bacon empezara Study of a bull justo después de la muerte de Leiris, y poco antes de su propio fallecimiento solitario en Madrid, acompañado solo por un grupo de monjas, encargadas de cuidarlo en sus últimos momentos y luego de sufrir un infarto. Es más, en una especie de tributo póstumo, la feria de toros de Nimes empleó Study for bullfight no. 1 para su cartel publicitario de aquel verano de la muerte del pintor, gesto a través del cual se reconocía el papel que jugó la tauromaquia de origen francés en aquel despertar de la pasión taurina del artista.
Bacon nunca negó la crueldad que entraña la llamada «fiesta nacional», pero la respetó porque consideraba el espectáculo como un acto, no de evasión, sino de enfrentamiento con la realidad:
When you go into a butcher’s shop and see how beautiful meat can be and then you think about it, you can think of the whole horror of life —of one thing living off another. It’s like all those stupid things that are said about bullfighting. Because people will eat meat and then complain about bullfighting; they will go in and complain about bullfighting covered with furs and with birds in their hair [13].
Le excitaba estar en la proximidad del peligro: no le gustaba ver los toros desde la barrera, aguantaba palizas casi letales a manos de amantes provenientes de las capas más marginales de la sociedad londinense, y siempre estuvo a la caza de imágenes de asesinatos en revistas como Life International, Paris Match, Actualidad Española y Sunday Times Magazine (conocida es su fascinación por el caso Trotsky, asesinado por el catalán Ramón Mercader en la Ciudad de Méjico) [14]. Sospecho que, de continuar vivo, sería una de las pocas personas capaces de saborear una visita al museo taurino de Bilbao en su estado actual, con la carcoma que hace agujeros en los picassianos carteles de los años sesenta y el frío húmedo de la ciudad que pone coronas de moho sobre las cabezas de los toros maltratados.
A partir de la primera exposición española celebrada en la Fundación Juan March en 1978, la reputación de Bacon en España no ha dejado de crecer. Como en el caso de Picasso, la imagen popularmente conservada del artista es la de un viejo fuerte, de aspecto juvenil. Durante sus últimos años, pasó cada vez más tiempo en la península: había conocido a un amante treintañero, José Capelo, que pronto se convertiría en su nuevo compañero de viajes (en una de las pocas fotos conocidas de la pareja se los ve delante del Valle de los Caídos). El clima y las costumbres mediterráneas parecían hechas a medida para un asmático al que le gustaba pasar noches enteras en bares y restaurantes, y sus estadías en Madrid le brindaron la oportunidad de ver a sus «maestros» tanto en el Prado como en las Ventas.
En uno de sus comentarios más wilderianos, Bacon dijo que «bullfighting is like boxing, a marvellous aperitif to sex» [15]. Su rebeldía contra los preceptos de la moralidad tradicional le hizo rechazar cualquier tipo de distinción entre lo que se podían considerar comportamientos adecuados en el arte y en la vida. Como todas las grandes figuras del toreo, la actitud y opinión de Bacon acerca de la vida y la muerte fue de una «calculated recklessness», si tomamos prestada las palabras de su compatriota Lucian Freud. A su modo de ver, el instinto era mucho más importante que la ética o, mejor dicho, constituía una ética superior: «I think the suffering of people and the differences between people are what have made great art, and not egalitarianism» [16]. Sus duras y polémicas obras no ofrecen ciertamente el mejor material para ser declaradas «patrimonio de la humanidad», pero ningún otro artista de las últimas décadas nos ha enseñado con tanta crudeza, y con tanta belleza, cómo somos.
Nada más alejado de la mentalidad de Bacon, que la idea de servicio público que, por el contrario, parece alentar, esta nueva exposición del Guggenheim. La muestra tiene el innegable mérito de reunir una parte importante de la producción del artista y de intentar ubicarla, aunque de manera un poco forzada, dentro de un contexto menos local y más europeo; sin contar el enorme esfuerzo logístico que ha supuesto organizar un evento de estas características. Y, sin embargo, nos preguntamos si es esta la mejor manera de rendir homenaje a un artista que con sus pinceles se atrevió a hurgar, como nadie lo había hecho antes, la carne viva y la carne muerta, la miseria de la existencia.
[1] Michael Peppiatt, Francis Bacon: Anatomy of an Enigma (London: Wiedenfield and Nicholson, 1996), p. 59
[2] Martin Harrison, Francis Bacon: Catalogue Raisonné (London: The Estate of Francis Bacon, 2016).
[3] Según los recuerdos de Penrose: ‘he looked at Bacon catalogue and liked it – some of it very much – please tell B. Liked ideas and technique – sometimes very good’. Citado en Martin Harrison, Francis Bacon: Catalogue Raisonné (London: The Estate of Francis Bacon, 2016), p. 48.
[4] The National Gallery, The Artist´s Eye: Francis Bacon: An Exhibition of National Gallery Portraits Selected by the Artist (London: The National Gallery), sin paginación.
[5] Ernst van Alphen, ‘“Reconcentrations”: Bacon reinventing his models’ en Wilfrid Seipel, Barbara Steffen y Christopher Vitali (eds.), Francis Bacon and the Tradition of Art (Vienna: Skiara, 2003), 57-69.
[6] Wieland Shmied, Francis Bacon (Munich: Prestel, 1996), p. 17.
[7] David Sylvester, Interviews with Francis Bacon (Oxford: Thames and Hudson, 3rd ed, 1993), p. 88.
[8] Giles Deleuze, Francis Bacon, tran. Daniel W. Smith (London: Continuum, 2005), p. 17.
[9] Martin Harrison, Francis Bacon: Catalogue Raisonné (London: The Estate of Francis Bacon, 2016), p. 1392.
[10] Giles Deleuze, Francis Bacon, tran. Daniel W. Smith (London: Continuum, 2005), pp 1-5; véase también Margarita Cappock, ‘The round’ en Wilfrid Seipel, Barbara Steffen y Christopher Vitali (eds.), Francis Bacon and the Tradition of Art (Vienna: Skiara, 2003), 187-91.
[11] Norman Bryson, ‘Bacon’s dialogues with the past’ en Wilfrid Seipel, Barbara Steffen y Christopher Vitali (eds.), Francis Bacon and the Tradition of Art (Vienna: Skiara, 2003), 43-55.
[12] Manuela B. Mena Márquez, ‘Francis Bacon y el arte español’ en Museo Guggenheim Bilbao, Francis Bacon: De Picasso a Velázquez (Bilbao: Museo Guggenheim Bilbao, 2016), 27-45 (pp. 30-31).
[13] David Sylvester, Interviews with Francis Bacon (Oxford: Thames and Hudson, 3rd ed, 1993), p. 48.
[14] Maragrita Cappock, ‘The chemist’s laboratory: Francis Bacon’s studio’ en Wilfrid Seipel, Barbara Steffen y Christopher Vitali (eds.), Francis Bacon and the Tradition of Art (Vienna: Skiara, 2003), 85-103 (pp. 91-2).
[15] John Russell, Francis Bacon (London: Thames and Hudson, 1971), p. 221.
[16] David Sylvester, Interviews with Francis Bacon (Oxford: Thames and Hudson, 3rd ed, 1993), p. 125.